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Indurain y Chiappucci se reencuentran en la Vuelta Cicloturista a Ibiza Campagnolo 2017

La Vuelta Cicloturista a Ibiza Campagnolo transportará a sus participantes a la época dorada del ciclismo moderno. Claudio Chiappucci, padrino confirmado para la edición de este año, le lanzó un reto a uno de los grandes amigos que hizo a lo largo de las trece temporadas en las que compitió como profesional. «Voy a desafiar a Miguel para que vuelva a este año a la Vuelta Cicloturista a Ibiza Campagnolo«, dijo el escalador lombardo.

Miguel no es otro que Indurain, ese vecino de Villava, un pueblo que duerme a las afueras de Pamplona, que tantas veces se enfrentó contra Chiappucci en la primera mitad de los años noventa, el período álgido de las carreras de estos dos campeones ciclistas. Entre el 12 y el 15 de octubre, ambos pedalearán por las carreteras insulares y, para los aficionados que se acerquen a los cruces por los que pasará el pelotón o que acudan a la meta de la Vuelta Ibiza Campagnolo, será imposible no acordarse de la tarde en que comenzó todo entre Chiappucci e Indurain.

Fue el 17 de julio de 1991. Los más jóvenes han vivido esa jornada primero con las cintas de vídeo que grabaron sus mayores y, ahora, con el YouTube, la videoteca que conserva todas esas hazañas deportivas que ocurrieron hace un par de décadas. Los que ya tienen una edad recuerdan como si fuera ayer esa etapa que volvió a robarles la siesta, algo que ya conseguía Perico Delgado en sus años de gloria y desgracias. Aquel día los destinos de Miguel Indurain y Claudio Chiappucci quedaron entrelazados bajo el sol que calentaba los Pirineos. El navarro, que siempre corrió bien con calor y sufrió cuando el frío azotó el verano francés, dio aquel día el paso de gigante que confirmó lo que muchos llevaban años sospechando. A partir de aquella decimotercera etapa del Tour de Francia, Indurain fue el más grande durante un lustro en el que conquistó, uno tras otro, sin permitirse pausa, cinco maillots amarillos.

Claudio Chiappucci

Chiappucci actuó como el secundario esencial que hace que el argumento de la historia funcione como la seda. El Diablo nunca pudo consagrarse como ganador de una gran ronda. Quizás esa fue la razón que le encumbró al olimpo del ciclismo, que le hizo tan querido entre aficionados de todo al mundo, convirtiéndole en el Poulidor de su época: el héroe condenado a luchar sin descanso contra fuerzas que le son superiores. Al estilo sobrio, seguro y demoledor de Miguel y su plato grande se le oponía el bailoteo juguetón sobre la bici de Claudio, y su maglia blanca de puntos rojos con la publicidad del Carrera estampada en el pecho y la espalda que le acreditaba como rey de la montaña.

El diablo, Claudio Chiappucci

El italiano fue muchas cosas al mismo tiempo. Era Chiappucci, el de los ataques imposibles (como los que reventaban los Giros de principios de los noventa, donde tantas veces subió al podio, pero nunca pudo ganar; como el de Sestrière, en el Tour del 92; como la fuga bidón en la que se metió dos años antes, en la Grand Boucle del 90, cuando llegó de amarillo a París pero hincó la rodilla en la contrarreloj del último día ante Greg LeMond, ese americano que se acostumbró a hacer sufrir a sus rivales arrebatándoles la prenda que cualquier ciclista quiere lucir en los Campos Elíseos tras tres semanas pedaleando por Francia).

Era también Chiappucci, el bromista, el ingenioso, el que leía las situaciones de carrera como pocos. Fue él el único que tuvo coraje y valentía para lanzarse detrás de Miguel Indurain aquel 17 de julio de 1991 en el que todo comenzó. El gigante del Banesto había atacado en la bajada del puerto más mítico de la cordillera pirenaica: el Tourmalet. Se fue solo hasta que Echávarri le mandó esperar a Chiappucci. El italiano había atacado en las primeras rampas del Aspin y si quería dar un golpe de mano a la clasificación general, mejor pedalear junto a otro sillín interesado en abrir brecha con el resto de los favoritos.

Aquella etapa fue una salvajada de 230 kilómetros: antes de Aspin y Tourmalet se habían subido el Portalet, para pasar de España, ya que la etapa había empezado en Jaca, a Francia y el interminable Aubisque, el tercer coloso del día. Al final del libro de ruta aguardaba la explosiva subida al Val Louron. Entre los dos podían hicieron camino y, de paso, cambiaron el presente del ciclismo. A sus espaldas, Bugno pagaba caro el error de no haberse ido con su compatriota en busca de aquel español que acabaría arruinando sus opciones de ganar en el Tour. Perico Delgado sufría a un mundo de distancia, alegrándose por dentro del éxito del pupilo que se había criado a sus faldas en el Reynolds. Fignon ya no era el que pudo ser cuando ganó dos Tours con menos de 25 años. Al líder, Leblanc, se le hacía demasiado pesado el maillot amarillo. Mottet tampoco podía aguantar el ritmo de los mejores. Y LeMond, el gran Greg LeMond, el tricampeón que soñaba con igualar a Anquetil, Merckx y su ex compañero Hinault se ganaba el respeto del público peleando a la contra mientras sus pocas fuerzas se diluían como un azucarillo en el café mientras perseguía a Indurain y Chiappucci con más decencia que piernas.

Aquel 17 de julio de 1991, durante esos 50 kilómetros en los que rodaron juntos nació una amistad que se fraguó durante cien mil batallas en las primaveras y veranos posteriores. Indurain se llevaba los triunfos globales y Chiappucci se embolsaba los parciales. Uno le ganaba la partida al otro en la contrarreloj y el escalador le lanzaba un guante cuando ponía a prueba su resistencia física y su alucinante capacidad cardiopulmonar atacándole en cualquier curva de las montañas francesas e italianas. En la isla volverán a verse las caras. Están acostumbrados a coincidir en eventos de todo tipo y la Vuelta Cicloturista a Ibiza Campagnolo será la excusa perfecta para que recuerden viejas glorias y analicen el momento presente de su deporte, el que tan bien exportan en su papel de embajadores mundiales del ciclismo.